jordibargallo

Hacía frio y caía una lluvia ligera y persistente. Por televisión estaban a punto de retransmitir lo que llamaban el partido del siglo. Las calles vacías, las plazas vacías, la naturaleza vacía, el mundo vacío. Solo las casas y los bares estaban llenos. Era el momento ideal para salir a pasear sin que nadie te molestara.

Cogí el coche y me metí en una apartada carretera secundaria, o terciaria tal vez, con la intención de parar en algún descampado y pasear. Llegué a una rotonda de esas que ya comienzan a ser habituales en los cruces de carreteras, justo a unos doscientos metros de la entrada de un pueblo. En medio de ese moderno reductor de complejidad, un aviso: “circule con precaución, tramo de concentración de accidentes”. Nadie a la vista, o casi nadie. De repente apareció un policía de tráfico que me hizo señas para que parara el coche en el arcén. Abrí la ventanilla mientras se me acercaba con cara de pocos amigos. Repasé mentalmente y con rapidez qué artículo del código de circulación podía haber infringido. Aunque sabía que no iba a servir de mucho.

—Buenos días, —empezó.

—Si usted lo dice…

—¿Cómo?

—Nada, nada, dígame usted.

—Es que me había parecido entender algo así como un “si usted lo dice” ligeramente burlesco…

—Sí, eso es lo que he dicho, pero sin ese ánimo, créame. Como está lloviendo, hace frio y ninguna de esas cosas les gusta demasiado a la gente, pues… No entraba en mis planes molestarle con ninguna clase de burla…

—Ah, bien, pero ¡váyase con cuidado y modere su lenguaje!

Asentí con la cabeza mientras pensaba que había comenzado una nueva relación con alguien de mi especie de mala manera. Intentaría rectificar. 

—Enséñeme la documentación.

Le pasé el carnet de conducir y los papeles del coche.

—Parece que están bien, aunque nunca se sabe, hay mucho falsificador hoy en dia.

—Cierto, cierto, pero yo no tengo ni idea de cómo falsificar nada, créame.

—Lo tendré en cuenta, de momento. Bien, ¿se puede saber dónde va, en un día tan desagradable cómo el de hoy? ¿Y a su edad?

—¿Desagradable? Creí que había comenzado diciéndome algo así como buenos días…

—Otra vez con su lenguaje de marras. Era una expresión de buena voluntad con la que los psicólogos del cuerpo nos aconsejan empezar nuestras interacciones para relajar al personal…

—Ah, de acuerdo. Tenía que haberlo imaginado. ¿Y lo de mi edad? Ya soy mayorcito para salir de casa, ¿no?

—Sí, sí, pero son los días en los que los accidentes de tráfico son más frecuentes. 

—Ah, pues gracias por preocuparse por mi. Ya he visto el letrero. La verdad es que tenía la intención de pararme un par de kilómetros pasado el pueblo para pasear un poco por el campo…

—Pues esa ya es una actitud sospechosa. No irá a robar nada, ¿eh? Sin ir más lejos, el otro día robaron 280 cerezos de un campo cercano.

—No sabía que por aquí hubieran cerezos…

—Los había, ahora ya no los hay —me aclaró el policía, entristecido.

—Pues le aseguro que yo no fui. No me gustan las cerezas, pero es que si fuera a robar algo tampoco se lo diría, ¿no cree?

—Ya, reconozco que es una buena observación, pero no se pase conmigo que fui el primero de mi promoción, ¿eh?

—Tranquilo, no es esa mi intención. Y, ¿cuántos eran?

—¿Los cerezos? Ya se lo he dicho…

—No, los de su promoción.

—Pues, el hecho es que no recuerdo, pero bastantes y muy bien dispuestos.

—¿Dispuestos a qué?

El servidor de la ley, dudó un instante.

—Pues supongo que a todo…

—¡Ah!

—Bien, no se dónde estábamos ya. Y además, soy yo el que pregunta, ¡demonios! Utiliza un lenguaje extraño y me despista. Y eso, luego ya miraré el código penal, a buen seguro que debe ser un delito o, al menos, una falta grave hacia la autoridad.

—¡Caramba! Como se están poniendo las cosas. Le aseguro que no es esa mi intención.

—Continuemos. Así que a pasear por el campo, ¿eh? Últimamente ha habido ciertos robos por aquí, como ya le he dicho, y hay que andarse con cuidado. Y además, hoy no es el mejor dia para pasear por el campo. Su presunta coartada es difícil de creer, ¿no?

—Tal vez, pero si se esfuerza un poco ya verá como se la cree, no es tan complicado y bueno, ¡deje de preocuparse tanto por mi! Llevo un buen impermeable por si llueve más fuerte.

—No lo digo por eso. ¿Es que no se ha enterado que hoy dan el partido del siglo, el clásico, por televisión? Debería estar en su casa delante del televisor.

—Ah, se trata de eso. Pues mire, es que yo odio el fútbol y…

—Lo ve, ya tengo otro problema con usted. Esta afirmación podría constituir un delito de odio…

—Caray, lo decía en sentido figurado. La expresión correcta es no “me gusta el fútbol” y, por si fuera poco, no tengo televisor, así que ya ve, lo tengo complicado.

—¡Dios mio! Usted acabará sus días entre rejas. Posible delito de odio y encima, por si fuera poco, no tiene televisión. Sepa que aún no es delito pero el proyecto de ley para que lo sea ya está en fase de discusión. ¿Se puede saber por qué?

Tenía que meditar bien mi respuesta. No había alternativa. Intenté ganar algo de tiempo.

—Ejem… ¿En fase de discusión? En dónde, ¿en el senado?

—Pues no sabría decirle, pero de fuentes generalmente bien informadas, puedo adelantarle que se publicará en breve.

—¿Podría traducirme “en breve”?

Me miró con cara de sorpresa, aunque a decir verdad hasta el momento solo me había mirado con esa expresión en la cara.

—Pues, ¡yo que se! —Y entonces utilizó una frase que debía haber leido por ahí. —¡Seguramente será antes de que termine la legislatura!

—Ah, tomaré nota. Pues la verdad es que no tengo televisión porque, aquí seguro que aunque sea por una vez me dará usted la razón, los programas más interesantes son todos de pago. Y con lo que uno gana, pues…

—¡Ajá! Pues no se me había ocurrido. Lo pensaré detenidamente. Pero ya está usted avisado, antes de que acabe la legislatura…

—Se lo agradezco de verás. Es usted un fenómeno. ¡Ojalá todos los policías fuesen como usted! Bueno, todos quizás no, solo algunos…

__¡Sigamos! ¿A qué se dedica?

—Pues a nada en concreto. Estoy jubilado.

—Bueno, pues antes de jubilarse, entonces.

—Escribía.

—Pues es otro punto en su contra, ¿no cree? Escritor es algo que ya no está muy bien visto hoy en día.

—Qué quiere que le haga. No sabía hacer otra cosa.

—Pues debería olvidar su antiguo oficio ya. Con la televisión y los ordenadores, los libros ya no sirven para nada.

—Vamos, agente, no sea así. Seguro que si lo lee uno le gustará. Tenga, le regalo uno que llevo aquí en el coche…

—No se pase conmigo, eh. Yo de leer, nada de nada. Ni leer, ni pensar. Hasta el código de circulación lo tengo grabado en audio por si lo necesito.

—Bien, yo se lo regalo de todos modos. Si no lo quiere leer, entonces quémelo. Seguro que le gustará hacerlo.

—¡Ah! Pues eso sí que lo probaré, seguro que es un placer. Muchas gracias.

—De nada.

—Bien, ¡se acabó la charla! Voy a registrarle el coche. ¡Abra el maletero!

—Está abierto, puede ver el contenido cuando lo desee.

Abrió el maletero y volvió enseguida.

—Pues realmente no veo nada sospechoso…

—Es que no hay nada, ni sospechoso ni no sospechoso. Está vacío.

—Solo esta bolsa negra… Ajá, estas herramientas sí que son sospechosas. Podrían usarse para los más variados fines delictivos ¿Para qué las ha puesto ahí?

—Pues, si he de ser sincero, las puso hace un par de años el fabricante del coche. Son para utilizar en caso de avería, un pinchazo, ya sabe…

—Es verdad, sí, suelen hacerlo. Creo que el mío también tiene una parecida. Luego lo comprobaré. Es que siempre hemos de estar alerta. Los delincuentes se las saben todas…

—Y ustedes también, por lo que deduzco..

—Claro, claro, —dijo mientras pensaba si tomarlo como una halago o no.

—Bien, pues parece que todo está correcto. Así que ya puede continuar. Atraviese el pueblo, tome la calle de la Constitución y siga recto.

—Ah, creía que la calle de la Constitución ya no llevaba a ninguna parte.

—Claro que lleva a alguna parte. Además en el pueblo se sienten orgullos porque la hicieron entre todos. ¡Nunca deje de seguir la calle de la Constitución!…

—¿Qué es lo que hicieron entre todos, la calle o la Constitución?

—Otra vez jugando al despiste, ¿no?

—Disculpe, es que… me lo pone usted tan fácil que… lo tendré en cuenta, muchas gracias. Siempre he respetado la ley aunque a veces no hay quien la entienda.

—Ah, pero el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento. Y un consejo importante. Vigile su lenguaje.

—Lo haré, tenga usted cuidado.

—Y piense que, a pesar de algunas cosillas que debería usted corregir, me ha caído bien. Pero podría empapelarle, por lenguaje inadecuado con la autoridad, delito de odio, intento de despiste a la autoridad competente, actitud sospechosa en dia de lluvia… Ya ve usted, no nos acabaríamos el código penal.

—Pues muchas gracias. Si he de decirle la verdad nunca me había visto tan cerca de la cárcel. ¡Qué tenga usted un buen dia!

Arranqué con calma, más despacio de lo habitual. La saludé con la mano y entré en el pueblo dispuesto a acatar el paso por la calle de la Constitución. Unos kilómetros después aparqué el vehículo y entré por un camino estrecho entre campos de cultivos para pasear un poco.

No se cuánto tiempo estuve paseando. Tal vez fueron un par de horas, tal vez algo más. Volví a coger la carretera, di media vuelta, circulé de nuevo por la calle de la Constitución, aunque esta vez la recorrí en sentido contrario con la esperanza de que tal circunstancia no fuera delito y salí del pueblo. Al llegar a lo que antes había sido la entrada y que ahora era la salida el coche de policía volvió a darme el alto. Aparqué en el arcén, paré el motor y abrí la ventanilla.

—¿Todavía por aquí?, le dije

—Ah, es usted. Ya de regreso, veo. ¿Cómo le ha ido el paseo? Tendré que registrar el maletero. He de comprobar que no ha robado usted nada, sabe. No es nada personal.

—No se preocupe. ¿Sabe? Hubo un tiempo que, cuando era pequeño, yo también quise ser policía, mas o menos, como usted.

—¿Otra vez con el lenguaje susceptible de interpretaciones inadecuadas?

—Disculpe, creo que antes ya ha quedado claro que mi ánimo no es el de molestarle.

—Bien, bien. Parece que todo está correcto. Ah, por cierto, una cosa más antes de que arranque, es posible que de aquí tres o cuatro días reciba usted una llamada de la central operativa de la capital. Le harán una encuesta para valorar la atención y el trato recibido. Espero que sea usted consecuente, ¿eh?

—Quédese usted tranquilo. Le pondré la mejor nota posible. Además la herida que tengo en la pierna me la he hecho yo solo cuando me he caído al volver.

—Es que están a punto de ascenderme y, sabe, todo cuenta.

—Que bonito, ¡Un ascenso! ¿Y cambiará usted de trabajo?

—Mucho, mucho. Bien, en realidad quizás no tanto. Me enviarán a una de esas rotondas modernas. Pero habrá más tráfico, estaré más ocupado y tendré un compañero.

—¡Un compañero¡ ¡eso es fantástico! Pues, de verdad que me alegro. Por cierto, ¿cómo ha acabado el clásico?

—¡No me ofenda usted! Como quiera que lo sepa. Cuando estamos de servicio, nada de diversión. Piense que el trabajo es duro.

—Cierto otra vez. ¿A cuántos coche ha parado hoy?

—Pues a decir verdad, solo a usted… Pero, créame que me ha dado más trabajo que si fueran cien.

—Eso si que lo entiendo, sí. Hasta la vista. Esperaré la llamada de la Central con impaciencia. Será la primera vez que colaboro en el ascenso de un policía. Me hace mucha ilusión. Mire, mire, creo que por ahí le llega otro cliente. ¡Trátelo bien, piense en su ascenso!

Esta vez arranqué mucho más deprisa, pero no se dio cuenta. Ya le estaba indicando a aquella pobre chica del Mercedes que parara en el arcén, mientras debía seguir pensado en la nueva rotonda que le iban a asignar tras el ascenso.

Cogí la carretera de regreso conduciendo mucho más despacio de lo habitual. No quería un nuevo encuentro, del tipo que fuera, con otro policía deseoso de ascender. 

Justo cuando estaba en el portal de casa me llamaron al móvil. Eran de la policía. Querían saber mi opinión sobre el trato recibido hoy. La policía debía estar más ansiosa por el ascenso de su celoso agente de lo que yo creía, pues no habían transcurrido ni tres cuartos de hora desde mi encuentro. Le pregunté a la voz que me hablaba si se trataba de un robot y me aclaró que no. Pero inmediatamente caí en la cuenta de que si fuera un robot tampoco me lo hubiera dicho. Le dije que es que no me apetecía nunca hablar con robots. Tal vez en unos años. Lo entendió pues a ella, se trataba de una mujer policía, le ocurría lo mismo. Le pregunté que de dónde me llamaba porque notaba en su voz un acento algo extraño. Me dijo que de un pueblecito de México y me explicó las ventajas del teletrabajo. Un poco sorprendido le contesté unas cuantas preguntas sobre el agente. Antes de explicarle a la voz mi experiencia me pareció bien preguntarle, por si acaso, si existía, o tal vez estaba en trámite en el senado, un delito de exceso de halagos. Me dijo la voz que no le constaba que existiera nada parecido, de modo que mi informe fue del todo halagüeño. Quizás me serviría de algo algún día. Antes de colgar la teletrabajadora mexicana me comunicó que, en un plazo de un par de días, recibiría otra llamada para preguntarme si estaba contento con la atención que ella me acabada de ofrecer. 

Suspiré profundamente, colgué y me fui directo a la cama.

El verano se fue y llegó el otoño. Tal vez lo hizo un poco tarde pero bajo el disfraz de invierno, como si él también se hubiera contagiado de las prisas de los hombres. Las primeras hojas no cayeron por el viento sino por el peso de la escarcha. Sin embargo, tras unos días desapacibles de frio intenso, por lo repentino de su aparición, el otoño volvió a ser otoño. Entonces, por unos días, aún fue agradable pasear y disfrutar de los momentos de sol. Las hojas que quedaban pudieron caer cuando el viento quiso y fueron suficientes para alfombrar calles, plazas y caminos. A la naturaleza le dio tiempo de pintarlas de fantásticos colores y siguió su curso sin sobresaltos.

Ese era más o menos el aspecto que presentaba aquel día la Plaza Mágica, que era, como su nombre indica, mágica de verdad: era redonda y el suelo estaba alfombrado de hojas. Alrededor de ella se agrupaban veinticuatro casitas de dos plantas, con un pequeño jardin en su entrada y un huerto en su parte trasera. Los jardines, todos distintos, significaban la bienvenida de sus moradores a los paseantes fijos u ocasionales que solían transitar por la plaza; los huertos, también todos distintos, los utilizaban para comer sano todo el año e intercambiar frutas y verduras entre sí. Todos sus habitantes gozaban, como es de suponer, de una excelente salud.

Todos ellos sabían que la plaza era mágica y lo llevaban con toda naturalidad, pues la magia se solía manifestar en cosas realmente insignificantes que los demás mortales, acostumbrados al creciente ajetreo de la vida y a ir siempre pendiente de sus móviles, no sabían o no querían apreciar. Como aquel día en que los gorriones fueron dando vueltas a la plaza silbando una fuga de Bach a cuatro voces, o aquel en que el viento comenzó a soplar de un modo organizado para ayudar al empleado del ayuntamiento que tenía que recoger las hojas del suelo, y que había ido a cumplir su misión a pesar de estar aquejado por un fuerte ataque de lumbalgia.

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Un pequeño desvío, a la izquierda de la carretera, lleva hasta la entrada del pueblo. A un lado, una pequeña gasolinera abandonada; al otro, un silo también abandonado, o tal vez tan solo en desuso. Sigo avanzando, despacio, sin ver a nadie y aparco el coche en una plaza, la plaza del Recreo. M gusta el nombre. Como no podía ser de otra manera, en uno de los lados, una escuela. No es nueva, pero ha sido reformada y su aspecto es impecable. Me parece demasiado grande para el tamaño del pueblo. Corren malos tiempos. La gente del campo continúa emigrando a las grandes ciudades. A pesar de todo, la escuela, destaca orgullosa entre las edificaciones de la plaza, la plaza del Recreo.

Paseo sin prisas. Al otro lado de la escuela, no en la plaza sino en la carretera, hay otro silo, enorme y, este sí, totalmente abandonado. Me sorprende el contraste. Por un lado la escuela en la que un grupo de niños mira con esperanza al futuro; por el otro, el imponente silo abandonado, símbolo de un presente o de un pasado no demasiado lejano. De la escuela me sorprende otra cosa: no se ven ni se oyen niños, ni maestros. Silencio total. Son las once de la mañana, más menos. Doy una vuelta por el pueblo y regreso a la escuela una hora más tarde. Sigue sin haber movimiento. Si no fuera por el aspecto del edificio, de los patios, todo cuidado y limpio, se diría que está, como el silo, abandonado. Me cruzo con un hombre, con la cara curtida por el sol y llena de arrugas. Le pregunto si hoy es festivo, por lo de la escuela sin niños. Me responde con un no muy seco. Le insisto por la ausencia de niños. Se encoge de hombros. No sabe nada de nada. No hay palabras. Desaparece. Quizás él nunca tuvo la oportunidad de ir a ninguna escuela y el asunto no le preocupa. Del colegio otra cosa me llama la atención. Las canastas del patio están en buen estado pero no tienen redes. En cambio, las porterías de fútbol sí las tienen. Tal vez por eso al fútbol le llaman el deporte rey.

Doy la vuelta a la escuela y me acerco al silo. Impresiona su tamaño y su decadencia. Está vallado. Dentro un asno se acerca a la valla, un poco temeroso, y me mira. Dos extraterrestres en un planeta deshabitado. Me alejo y sigue mordisqueando hierba.

Como me intriga el tema de los niños que debería haber pero no hay, vuelvo al día siguiente. Faltan pocos minutos para la una del mediodía. Todo continúa igual. No encuentro a nadie para preguntar. Para mí sigue siendo un misterio. De vuelta a casa busco en internet. En el buscador me sale un mensaje en rojo, “colegio público… cerrado temporalmente”. No especifica el porqué. Tal vez un nuevo brote de covid. Quién sabe. La navegación por la red me lleva a una noticia del año anterior titulada “Rescatado un burro atrapado en un silo de grano”. Fue en el pueblo en cuestión. No sé si será el mismo burro que vi. En todo caso, si se trata del mismo, sigue vivo, aunque en la zona del silo. Espero que vaya con cuidado.

Obsesión

No sé cómo no he sido capaz hasta ahora de ver algo tan obvio ni porqué raros mecanismos mentales me doy cuenta justo en este preciso instante, pues me preocupaba, o tal vez para decirlo con honestidad me obsesionaba, ya que de eso se trataba, el hecho de no poder hacer algo, aunque con absoluta probabilidad de haberlo podido hacer sin restricciones que me lo impidieran tampoco lo hubiera hecho, pero ahora, finalmente, ya no me preocupa; me he dado cuenta de lo que era obvio y puedo decir que, en efecto, ha dejado de ser una preocupación para mí. Me obsesionaba, pues me he visto obligado a reconocer lo que sin duda era realmente una auténtica obsesión, que me obligasen a permanecer encerrado en casa y no poder salir más que a determinadas horas y para las necesidades más básicas, que con toda certeza son aquellas que ellos consideran más básicas para la inmensa mayoría de la gente, pero que no lo son ni mucho menos para todos, porque pueden existir otros, y realmente existen, que tienen necesidades básicas más amplias o de distinto orden, y viven y experimentan prioridades muy diferentes. Me obsesionaba el no poder salir, sin embargo, ahora que ya puedo salir, en realidad no lo hago, no tengo ningún deseo de hacerlo, permanezco encerrado en casa, aunque la gran diferencia es que ya no estoy preocupado, o mejor dicho obsesionado, porque sé que si quiero salir puedo hacerlo, aunque sé con absoluta seguridad que no lo haré. De modo que aquello que preocupa realmente no es el no poder hacer una determinada cosa sino el hecho de, si uno quisiera y solamente en verdad lo quisiera, no poder hacerla, aunque casi con total certeza si le fuera dada la opción de llevarla a cabo nunca pensara realmente en hacerla.

Los nuevos moradores

#ficción #relatos

El viejo vivía en una cabaña a poca distancia del pueblo. Cuando los últimos moradores abandonaron las casas para buscar trabajo en las ciudades, él no quiso abandonar su cabaña y allí se quedó. Podía haberse instalado en cualquiera de las viviendas del pueblo, pero prefirió quedarse en la que era su casa desde tiempo inmemorial. Allí era feliz y no le faltaba de nada.

Algunos años más tarde, no sabía cuántos, contemplando una mañana el horizonte desde un monte cercano, se sorprendió al ver muy a lo lejos una inmensa nube negra que ascendía hacia el cielo. Dedujo que provenía de lo que llamabanla zona de las grandes ciudades, que estaba a cientos de kilómetros de distancia. La nube, negra y amenazadora, permaneció como estancada encima de ellas durante mucho tiempo. Ese mismo día, al atardecer, unos vehículos llegaron a la plaza del pueblo. El viejo los pudo ver desde la ventana de su cabaña, semioculta entre los pinos.

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Paloma con salsa agridulce

#relatos #ficción

Estaba vistiéndome una mañana cuando me llamaron la atención unos ruidos que venían de la cocina. Eran unos golpecitos suaves y rítmicos. Toc, toc, toc… Paraban unos segundos y luego otros toques más. Intrigado fui hasta la cocina y vi una paloma que reposaba en el alféizar de la ventana. Con el pico golpeaba el cristal, toc, toc, toc... Abrí con cuidado para no asustarla y vi que llevaba atado a una pata un pequeño tubo de metal. Se lo quité con cuidado y en su interior descubrí un papel con algo escrito. La paloma se quedó quieta, como esperando una respuesta. Como hacía calor le puse en un pequeño recipiente un poco de agua y bebió con avidez. Al terminar hizo un sonido como dándome las gracias.

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Suicidio

#bernhard #relatos #ficción

Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado – Emil Cioran, Silogismos de la amargura

Han pasado casi dos semanas desde que tomé la decisión de suicidarme y pienso que aún tardaré unos días más en llevar a cabo la acción misma de quitarme la vida, porque tengo claro que, como no hay ninguna razón trágica o de desesperación máxima o de problemas irresolubles que angustien mi existencia, como suele ocurrir en muchos casos de suicidio, sino, precisamente, podría decirse que todo lo contrario, tampoco es preciso materializar la acción final de una forma apresurada, y que, como se trata, en suma, de una decisión largamente meditada hasta llegar a la única solución posible, tampoco hay posibilidad de retorno. Sin embargo, repito, la decisión del suicidio no ha sido tomada por hallarme ante una situación trágica insostenible sino que los motivos por los que he llegado a esta decisión, ahora ya irrevocable, son de índole muy diversa, aunque he de reconocer, nada comunes. Es decir la decisión ya está tomada y habrá de producirse a su debido momento pero, en ningún caso debe verse apremiada por cualquier otro tipo de razón o circunstancia que no sea la de mi propia decisión para encontrar ese momento adecuado, ya que, he de añadir, que desde el mismo momento que tomé la decisión absoluta y sin posibilidad de vuelta atrás de proceder al final de mi vida, la calma y la paz más absoluta han invadido mi existencia lo cual me hace pensar que la decisión ha sido, sin ninguna duda, la más correcta o, si la sometiéramos a un análisis más profundo, la única posible, dada la situación de incoherencia en que me hallaba y me sigo hallando a pesar de la paz interior que he adquirido desde el mismo instante en que me decidí, pues si de algo puede jactarse un hombre supuestamente de bien es de intentar dar coherencia a sus acciones para que estén de acuerdo con sus propios pensamientos. Porque, ¿puede uno vivir, o mejor aún, tiene algún interés vivir con la cabeza alta cuando le es del todo imposible actuar de una forma coherente con su pensamiento? Pensamiento, por otro lado, largamente trabajado y estructurado, con argumentos sólidos en su favor, aunque no verdaderos, pues la verdad ni ha existido ni lo hará jamás. ¿Puede alguien, entonces, vivir en una profunda contradicción entre pensamiento y acción sin sucumbir en la más profunda locura? No hay, pues, que buscar razones escondidas en mi decisión ni, por descontado, someterla ahora a análisis profundos, tan solo la imposibilidad absoluta de cohesionar pensamiento y obra, pensamiento y acción, es la única razón válida y la única posible. Se trata, pues, o mejor dicho se tratará cuando llegue la ocasión, simplemente de un suicidio por coherencia.

El limpiador de patios

#relatos

— ¡Hola! ¿Tú quién eres? ¿Limpias los patios? ¿Eres nuevo?

Juan tenía delante suyo a un niño de unos nueve años. La cara salpicada de pecas y una enorme sonrisa, a pesar de que aún no eran las ocho de la mañana. Iba cargado con una enorme mochila en la espalda y un balón en las manos.

—¿Qué tal? Soy Juan. Limpio los patios y soy nuevo, sí—, le respondió.

—Pues yo me llamo Beto y siempre soy el primero en llegar. Mi padre me deja muy pronto porque ha de ir a trabajar. Luego llegan Toni y Sergio. ¡Mira! Ahí vienen. ¡Adiós! ¡Nos vamos a jugar!— Y desapareció como por encanto.

Soltó el chorro de palabras con tanta rapidez que no dio tiempo a Juan a decirle nada más. Se preguntó cómo era posible correr a aquella increíble velocidad con el peso que llevaba. Tampoco sabía todavía que los niños suelen hacer tres o cuatro preguntas a la vez, o te sueltan información que no has pedido y desaparecen como rayos en una tormenta de verano, sin esperar las respuestas. Algunos, aunque no son conscientes de ello, quién sabe si lo aceleran todo para llegar cuanto antes al mundo de los adultos. Beto salió disparado a recibir a sus amigos.

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Los relatos cuentan historias variadas que siempre hablan de la naturaleza humana, de sus miserias y de sus heroicidades, desde un punto de vista amable, con un humor tierno o una ternura humorística, no sabría decir… sin juicios, sin amargura, un retrato sutil y crítico, no obstante; de la memoria, el inexorable paso del tiempo y sus cambios, nuestra pertinaz necesidad de trascendencia, y otras necesidades más mundanas, la soledad, las expectativas, los sueños y anhelos, la cultura, el esfuerzo, las recompensas, las frustraciones y todas esas características humanas, cotidianas, místicas y filosóficas (del Prólogo, Adela Resurrección).

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Un café horrible

#relatos

Llevaba más de dos meses sin salir de casa por el maldito rollo de la pandemia. Los primeros días aún los aguantó bastante bien, no estaba especialmente nervioso, pasaba el día tranquilo arreglando cosas de casa que hacía tiempo que esperaban que llegara su oportunidad. Pero eso solo duró los primeros tres o cuatro días. Después, de repente, los nervios pudieron mas que él y su comportamiento hubiera hecho las delicias de cualquier psiquiatra. Solo pensaba en el día en que por fin pudiera volver a salir, meterse de lleno en los ríos de gente que solían abarrotar las calles, entrar en un bar a tomarse un par de cafés, quedar con algún amigo, en fin, cualquier cosa menos quedarse en casa. Hacía planes continuamente, los deshacía y los volvía a hacer. Se movía como un bicho enjaulado, arriba y abajo del apartamento, una y otra vez. Pero eso fue solo durante los tres o cuatro días que siguieron a los tres o cuatro primeros días en los que su comportamiento aún se había podido calificar como bastante normal. Después cayó en una profunda desazón y se pasaba el día haciendo viajes de su cama al sofa del salón y viceversa. Acabó hasta el gorro de series televisivas y de videoconferencias con los colegas. Pues bien, ahora que por fin ya se podía salir, solo o en pequeños grupos, y el resto de mortales empezaba a ocupar las terrazas de los bares, a él no le apetecía nada hacerlo. Las ganas, acumuladas en esos largos dos meses y medio, habían desaparecido sin dejar rastro.

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