La plaza mágica

El verano se fue y llegó el otoño. Tal vez lo hizo un poco tarde pero bajo el disfraz de invierno, como si él también se hubiera contagiado de las prisas de los hombres. Las primeras hojas no cayeron por el viento sino por el peso de la escarcha. Sin embargo, tras unos días desapacibles de frio intenso, por lo repentino de su aparición, el otoño volvió a ser otoño. Entonces, por unos días, aún fue agradable pasear y disfrutar de los momentos de sol. Las hojas que quedaban pudieron caer cuando el viento quiso y fueron suficientes para alfombrar calles, plazas y caminos. A la naturaleza le dio tiempo de pintarlas de fantásticos colores y siguió su curso sin sobresaltos.

Ese era más o menos el aspecto que presentaba aquel día la Plaza Mágica, que era, como su nombre indica, mágica de verdad: era redonda y el suelo estaba alfombrado de hojas. Alrededor de ella se agrupaban veinticuatro casitas de dos plantas, con un pequeño jardin en su entrada y un huerto en su parte trasera. Los jardines, todos distintos, significaban la bienvenida de sus moradores a los paseantes fijos u ocasionales que solían transitar por la plaza; los huertos, también todos distintos, los utilizaban para comer sano todo el año e intercambiar frutas y verduras entre sí. Todos sus habitantes gozaban, como es de suponer, de una excelente salud.

Todos ellos sabían que la plaza era mágica y lo llevaban con toda naturalidad, pues la magia se solía manifestar en cosas realmente insignificantes que los demás mortales, acostumbrados al creciente ajetreo de la vida y a ir siempre pendiente de sus móviles, no sabían o no querían apreciar. Como aquel día en que los gorriones fueron dando vueltas a la plaza silbando una fuga de Bach a cuatro voces, o aquel en que el viento comenzó a soplar de un modo organizado para ayudar al empleado del ayuntamiento que tenía que recoger las hojas del suelo, y que había ido a cumplir su misión a pesar de estar aquejado por un fuerte ataque de lumbalgia.

Sin embargo, como hemos dicho, únicamente los habitantes de las veinticuatro casas solían apreciar estos momentos mágicos. Estas demostraciones de magia no se daban cada dia. A veces podían pasar semanas enteras sin que sucediese nada especial, pero no importaba, ya que todos en la plaza sabían captar de inmediato esos momentos así que empezaban a producirse y los disfrutaban al máximo.

Sin embargo aquel viernes fue distinto ya que se produjeron innumerables hechos mágicos, como si la plaza quisiera disculparse con sus moradores pues ya hacía más de dos meses largos que no sucedía nada relevante. El primer hecho mágico fue que el lechero se equivocó y dejó en cada una de las casas una botella de leche descremada y sin gusto en lugar de la leche fresca habitual que provenía de una pequeña y familiar granja cercana. Todos los habitantes de las casas, niños, adultos o abuelos, consumían siempre leche fresca porque nadie tenía, ni había tenido nunca, problemas con el colesterol, y eso que los médicos del seguro, aquejados de un trastorno obsesivo-recetativo⁠*, les hacían análisis de sangre cada tres meses, como ordenaba el gobierno. De todos modos no le hicieron al lechero ningún comentario al respecto pues, como dijo el catedrático de instituto jubilado Rodriguez a media mañana cuando se descubrió el error, desde hacía exactamente quince años no se producía ninguna equivocación parecida, de modo que no había motivo de preocupación porque cualquiera puede tener un error una vez cada quince años, o incluso tres errores. El hecho mágico se inició esa mañana y se prolongó hasta el dia siguiente cuando el lechero dejó una nota de disculpa personalizada a cada vecino y unos cuantos yogures todos artesanos, de fresa y de frutas del bosque, como regalo.

El segundo hecho fue de índole distinta. Las farolas que iluminaban la plaza no se apagaron de forma automática a primera hora de la mañana como solían hacer sino que permanecieron encendidas todo el dia. El hecho en sí era extraño pues el gobierno enviaba de modo constante a los vecinos normas de cómo ahorrar energía y cómo debían actuar en cada caso. Aquí, evidentemente, no hubo magia sino que esta llegaría más tarde. Que el gobierno, perdón los algoritmos, se equivoquen no es magia, sino algo habitual.

El tercero ocurrió cuando llegó aquel viejo automobil avanzando con dificultad por la calle que daba a la plaza. Lo hizo, a pesar de todo, con la dignidad y la elegancia que le proporcionaba su fecha de nacimiento, época en la que aún no existía la idea de obsolescencia programada y las cosas duraban hasta que uno ya no recordaba cuando las había adquirido. Como le ocurría al refrigerador que tenían mis padres, que parecía seguir enfriando lo que ponías en su interior aunque lo desenchufaras de la corriente. Eso sí, al funcionar, ambos, coche y nevera, proporcionaban al medio ambiente unos cuantos decibelios de más, pero el coche tal vez lo hacía a sabiendas de que de ese modo atraería mejor la atención de la gente. Tampoco parecía ahuyentar a los pájaros que había por los alrededores, sino al contrario, porque aquellos gorriones se pusieron a silbar una especie de marcha de bienvenida. El joven músico que vivía en la casa numero tres dijo que se trataba de los primeros compases de la obertura de Tannhaüser, pero el catedrático de instituto jubilado Rodriguez dijo que era la Trauermarsch de la quinta sinfonía de Mahler. En cualquier caso, ya se tratara de Wagner o de Mahler, los vecinos aceptaron las dos opiniones. Lo destacable fue que los gorriones quisieran dar la bienvenida de aquella manera al vetusto automóbil, no el músico escogido para la ocasión. El jaleo que armaba podía considerarse también como una medida de seguridad, cosa que no disponen los coches modernos que, como su motor eléctrico no hace ningún tipo de ruido, si vas despistado, solo te enteras de que están ahí cuando ya te han pasado por encima y la cosa no tiene remedio.

Pues bien, el coche, tras recibir la bienvenida del grupo de gorriones y llamar la atención de todos los que había alrededor, aparcó en un lado de la plaza. De él salieron un hombre de considerable edad y un chico joven, como de unos dieciséis años. Cruzaron la calzada y cada uno se sentó en uno de los bancos que había en el centro de la plaza. El señor de edad considerable sacó su iphone del bolsillo y se puso a jugar a Angry Birds, con pasión, mientras que el muchacho sacó un libro de su mochila y se puso a leer. Era nada más ni nada menos que El Vino del Estío de Ray Bradbury. Alguien, poco versado en el arte de la magia, pensará que eso no es magia sino solamente algo que se puede calificar como inusual, raro, extravagante o tal vez desconcertante, pero hay que tener en cuenta que la magia verdadera suele expresarse precisamente así y si puede huye de las grandes manifestaciones tales como hacer desaparecer un avión, la estatua de la libertad o a políticos (este es un caso dificilísimo porque siempre hay otro peor dispuesto a substituirle y nunca acaban de desaparecer del todo); la auténtica magia reside, casi siempre, en las cosas más insignificantes de la vida. Quizá alguien tenga algo de razón si cree que un señor de edad considerable jugando al Angry Birds no tiene nada de mágico. Lo que sí es mágico es que un chaval de dieciséis años se siente en un banco y se pase un buen rato leyendo un libro. Este es un hecho mágico de altísima magnitud, mucho más que los gorriones cantasen unos compases de Mahler o de Wagner y como tal fue considerado por los moradores de la plaza. Tan absortos estaban en sus quehaceres que ninguno de los dos se levantó de su banco antes de que empezara a anochecer, uno absorto en su lectura y el otro en su teléfono. Hay que tener en cuenta que se habían sentado alrededor de las once de la mañana.

Cuando comenzaba a anochecer y el fresco y la humedad ya se hacían sentir llegó el viejo Juan a la plaza, arrastrando un carrito de supermercado. Era un sin techo que solía utilizar el banco en el que estaba leyendo el muchacho para pasar sus noches. Justo en ese momento se apagaron todas las farolas, que habían estado encendidas todo el santo día, excepto dos: las que estaban detrás de los bancos en que se sentaban el hombre del móvil y el muchacho. También en ese preciso instante el muchacho cerró el libro que estaba leyendo y el viejo apagó su móvil. Juan se dirigió al joven para pedirle muy educadamente que le dejara instalarse en su banco habitual, pues era el único en que se encontraba cómodo para poder dormir. El muchacho se levantó muy educadamente y le preguntó al hombre si quería que le dejara el libro para entretenerse un rato, cosa que Juan aceptó. Le entregó el libro y le dijo que no se preocupara, que cuando se volvieran a ver, ya se lo devolvería. El hombre de considerable edad y el chico joven subieron de nuevo al coche. Cuando llegaron al coche se apagó también la farola que estaba detrás del banco del hombre mayor y solo quedó encendida la del banco en el que Juan ya había comenzado a leer. La magia se mantuvo hasta el final de la jornada. Cuando decidieron irse aquel ingenio arrancó a la primera, lo que provocó una nueva algarabía de los gorriones que esta vez solamente chillaron sin entonar nada pues estaban ya durmiendo cuando el coche se fue y les pilló por sorpresa. Fue una verdadera lástima porque se defendían muy bien con La Nuit de Rameau y hubiera sido realmente muy adecuado y hubiera quedado muy bien. La magia residió en que los chillidos no fueron de enfado ni de miedo sino de alegría. También los inquilinos de la plaza consideraron mágico el hecho de que a aquel hombre mayor no se le hubiera agotado la batería del móvil en todo el día.

Todo lo que ocurrió alrededor del hecho del desvencijado coche fue quizás lo más relevante del día y lo hemos explicado de un tirón. Pero hubo más cosas mágicas que nada tuvieron que ver con el automóvil, el hombre de edad considerable y el chico joven. A mediodía se presentó en la plaza un camión de Rapid-Pizza y entregó, sin cobrar nada a cambio y sin mediar palabra, un mega-super pizza, con seis aditivos extras (pepperoni, piña, alpiste, coles de Bruselas, tocinitos de cielo y setas) en cada una de las veinticuatro casas pareadas. Pero se trataba de un error pues lo mágico fue que nadie había pedido nada, de modo que lo consideraron un regalo promocional. Cuando dos horas más tarde volvió de nuevo el camión de las pizzas se enteraron de que el asunto no había sido tan mágico como ellos suponían, pero las pizzas ya habían sido consumidas y la empresa nada pudo hacer, de modo que el hecho pasó a tener consideración de mágico. Las oportunidades, pensaron todos, hay que aprovecharlas de inmediato.

A las cinco de la tarde ocurrieron al menos otros dos hechos destacables y que cada uno los catalogue como mejor le plazca. Mientras el hombre de considerable edad jugaba apasionado con su móvil, el chico joven devoraba las páginas de Bradbury con avidez y los gorriones cantores seguían puliendo algunos compases de Mahler o de Wagner, salieron los alumnos de una escuela que había algo más allá de la plaza. Solo un observador avezado pudo darse cuenta de que uno de los progenitores, sonriendo con tranquilidad, le colocó la mochila en la espalda a su hijo, que debía tener unos trece años. Hoy en día los padres suelen cargar, en sentido real y figurado, con las obligaciones de sus retoños, pase lo que pase y pesen lo que pesen, y suelen hacerlo hasta muy acabada la adolescencia, o adolescencia prolongada como la llaman, pero este padre decidió dar el paso de su vida y le endosó la mochila con los libros y demás enseres a su hijo, lo cual le costó alguna mala cara al principio pero tuvo merecido éxito al final. Otro hecho que puede parecer normal pero que no deja de ser mágico en los tiempos que corren.

Mientras el arriesgado padre hacía su trabajo y los niños que acababan de salir de la escuela jugaban un rato pasó un gato gris y ningún niño ni le tiró una piedra ni intentó asustarlo, lo cual también puede considerarse sino como un hecho mágico, sí al menos ligeramente sorprendente. Todo el mundo sabe que los gatos tienen siete vidas, pero tampoco hay que abusar de ello.

El último hecho mágico del día pasó cuando el viejo Juan, tras leer un buen rato, cerró el libro, se enfundó en una especie de saco de dormir y se tumbó en el banco. Justo en aquel momento se apagó también la última farola de la plaza que quedaba encendida. Todas se volvieron a encender puntualmente a la salida del sol y cuando ya no eran en absoluto necesarias.

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* Trastorno que suele afectar a los médicos y que se caracteriza por la compulsión irrefrenable a extender recetas de medicamentos. Se supone que lo hacen para mantener el equilibrio del sistema sanitario, pero no ha sido comprobado cientificamente.