El estudiante de filosofía
Hubo una época en mi vida en la que por las mañanas, un poco antes de mediodía, solía acudir a un pequeño café del centro para leer. Leía y, de vez en cuando, también tomaba notas de lo que leía. En una ocasión se acercó un estudiante que me parecía haber visto ya alguna vez por allí y, a pesar de que habían mesas libres, se sentó en la mía porque, según me dijo, no le apetecía estar solo. A solas no se podía conversar y sin conversar no se podia vivir. Le dije que no me importaba, que se sentara, y cerré el libro que estaba leyendo para facilitarle el inicio de la ansiada conversación. Llevaba una carpeta de la facultad de filosofía. Fue a pedir un café y luego se quedó sentado un buen rato sin pronunciar ni una palabra. De repente dijo:
—Estoy harto, sabes. —¿De qué? —De todo. —¿Por qué? —Pues, por todo…
Pensé que si el diálogo seguía por ese camino quizás no iba a llegar a ningún lado, pero no me dio tiempo a decírselo y enseguida añadió:
—No tengo ninguna razón concreta. Así que supongo que cuando no hay ninguna razón concreta, como en mi caso, eso da validez a que cualquier razón pueda servir, o aún mejor, a que todas las razones sean válidas por igual. —Tal vez sea una manera demasiado simplista de considerarlo. Deberías indagar un poco y tratar de encontrar una. Las personas nos tranquilizamos si encontramos una razón para algo, aunque no sea mas que un autoengaño y posiblemente no es la respuesta adecuada a lo que nos preocupa, pero nos tranquiliza y nos permite seguir adelante. Me salió así, de improviso, sin pensarlo demasiado como tantas otras cosas. —Creo, —dijo—, que no existen respuestas adecuadas para nada. Gracias por la conversación. Eso fue todo. Se levantó y se fue. No le pregunté su nombre y él tampoco me lo dijo.
Justo a primeros de septiembre apareció otra vez. Entró en el bar sin decir nada, como en la ocasión anterior. Fue a buscar un café y se sentó a mi lado. Se fue tomando el café a pequeños sorbos como si aquello le ayudara a meditar lo que había venido a decirme. Se fijó en el libro y en la libreta en la que guardaba mis notas. Por fin me preguntó:
—¿Crees que yo sería capaz de escribir? —Seguro, —le contesté enseguida—, todo el mundo puede escribir si se lo propone. Permaneció callado un buen rato y me miró con aire agradecido. Después dijo: —Dejaré la filosofía para más adelante, o tal vez para siempre. Ahora escribiré mis experiencias. Gracias por la conversación.
Y desapareció.
Nunca más lo volví a ver.