Los nuevos moradores
El viejo vivía en una cabaña a poca distancia del pueblo. Cuando los últimos moradores abandonaron las casas para buscar trabajo en las ciudades, él no quiso abandonar su cabaña y allí se quedó. Podía haberse instalado en cualquiera de las viviendas del pueblo, pero prefirió quedarse en la que era su casa desde tiempo inmemorial. Allí era feliz y no le faltaba de nada.
Algunos años más tarde, no sabía cuántos, contemplando una mañana el horizonte desde un monte cercano, se sorprendió al ver muy a lo lejos una inmensa nube negra que ascendía hacia el cielo. Dedujo que provenía de lo que llamabanla zona de las grandes ciudades, que estaba a cientos de kilómetros de distancia. La nube, negra y amenazadora, permaneció como estancada encima de ellas durante mucho tiempo. Ese mismo día, al atardecer, unos vehículos llegaron a la plaza del pueblo. El viejo los pudo ver desde la ventana de su cabaña, semioculta entre los pinos. Pensó que tal vez se instalarían en las casas que aún conservaban el buen aspecto que tenían cuando fueron abandonadas. Pero no fue así. Cada vehículo era lo suficientemente amplio como para alojar a dos o tres personas. Y allí vivieron. Salían de su habitáculo por la mañana y se sentaban repartidos por la plaza, absortos por completo en en una especie de cuadernos grises con pantalla. Cada uno de ellos tenía su cuaderno. Volvían a entrar en el vehículo para comer y regresaban de nuevo a la plaza por la tarde con sus cuadernos grises. Casi nunca hablaban entre ellos. Al atardecer, cuando el sol se ponía, entraban de nuevo en sus vehículos. Nunca les vio caminar ni tampoco alejarse del recinto de la plaza.
La rutina se repitió a diario durante algo más de un año. Periódicamente llegaban otros vehículos de los que descargaban lo que parecían ser provisiones. Una vez completada la descarga se marchaban para volver a la semana siguiente. El viejo pronto se cansó de observar lo que denominaba nuevos moradores. Siempre pendientes de sus cuadernos con pantalla, nunca levantaron la vista para observar las nubes en el cielo. Nunca hicieron caso de las parejas de mirlos o las golondrinas que revoloteaban por la plaza. Nunca escucharon el rumor del viento ni olieron el perfume que emanaba de los pinos y de las flores.
El viejo no tuvo miedo cuando llegaron los nuevos moradores. Si ya no temía ni a la muerte, qué motivo había para temerlos a ellos. Quizás algo intranquilo sí que se sintió, pero fue tan solo al principio. Luego se limitó a observarlos. Y un poco más tarde los olvidó. Un buen día, de nuevo en lo alto del monte, el viejo se dio cuenta de que la gran nube negra encima de la ciudad casi había desaparecido. Curiosamente, esa misma tarde, los nuevos moradores, al acabar su tarea, subieron a sus vehículos y se marcharon del pueblo. Nunca más los volvió a ver.
A pesar de que aquel primer sentimiento de intranquilidad de los primeros días nunca llegó a transformarse en miedo, el viejo sintió que su corazón se aliviaba cuando los vio marchar.