El estudiante de filosofía
Hubo una época en mi vida en la que por las mañanas, un poco antes de mediodía, solía acudir a un pequeño café del centro para leer. Leía y, de vez en cuando, también tomaba notas de lo que leía. En una ocasión se acercó un estudiante que me parecía haber visto ya alguna vez por allí y, a pesar de que habían mesas libres, se sentó en la mía porque, según me dijo, no le apetecía estar solo. A solas no se podía conversar y sin conversar no se podia vivir. Le dije que no me importaba, que se sentara, y cerré el libro que estaba leyendo para facilitarle el inicio de la ansiada conversación. Llevaba una carpeta de la facultad de filosofía. Fue a pedir un café y luego se quedó sentado un buen rato sin pronunciar ni una palabra. De repente dijo:
—Estoy harto, sabes. —¿De qué? —De todo. —¿Por qué? —Pues, por todo…
Pensé que si el diálogo seguía por ese camino quizás no iba a llegar a ningún lado, pero no me dio tiempo a decírselo y enseguida añadió: