El policía
Hacía frio y caía una lluvia ligera y persistente. Por televisión estaban a punto de retransmitir lo que llamaban el partido del siglo. Las calles vacías, las plazas vacías, la naturaleza vacía, el mundo vacío. Solo las casas y los bares estaban llenos. Era el momento ideal para salir a pasear sin que nadie te molestara.
Cogí el coche y me metí en una apartada carretera secundaria, o terciaria tal vez, con la intención de parar en algún descampado y pasear. Llegué a una rotonda de esas que ya comienzan a ser habituales en los cruces de carreteras, justo a unos doscientos metros de la entrada de un pueblo. En medio de ese moderno reductor de complejidad, un aviso: “circule con precaución, tramo de concentración de accidentes”. Nadie a la vista, o casi nadie. De repente apareció un policía de tráfico que me hizo señas para que parara el coche en el arcén. Abrí la ventanilla mientras se me acercaba con cara de pocos amigos. Repasé mentalmente y con rapidez qué artículo del código de circulación podía haber infringido. Aunque sabía que no iba a servir de mucho.
—Buenos días, —empezó.
—Si usted lo dice…
—¿Cómo?
—Nada, nada, dígame usted.
—Es que me había parecido entender algo así como un “si usted lo dice” ligeramente burlesco…
—Sí, eso es lo que he dicho, pero sin ese ánimo, créame. Como está lloviendo, hace frio y ninguna de esas cosas les gusta demasiado a la gente, pues… No entraba en mis planes molestarle con ninguna clase de burla…
—Ah, bien, pero ¡váyase con cuidado y modere su lenguaje!
Asentí con la cabeza mientras pensaba que había comenzado una nueva relación con alguien de mi especie de mala manera. Intentaría rectificar.
—Enséñeme la documentación.
Le pasé el carnet de conducir y los papeles del coche.
—Parece que están bien, aunque nunca se sabe, hay mucho falsificador hoy en dia.
—Cierto, cierto, pero yo no tengo ni idea de cómo falsificar nada, créame.
—Lo tendré en cuenta, de momento. Bien, ¿se puede saber dónde va, en un día tan desagradable cómo el de hoy? ¿Y a su edad?
—¿Desagradable? Creí que había comenzado diciéndome algo así como buenos días…
—Otra vez con su lenguaje de marras. Era una expresión de buena voluntad con la que los psicólogos del cuerpo nos aconsejan empezar nuestras interacciones para relajar al personal…
—Ah, de acuerdo. Tenía que haberlo imaginado. ¿Y lo de mi edad? Ya soy mayorcito para salir de casa, ¿no?
—Sí, sí, pero son los días en los que los accidentes de tráfico son más frecuentes.
—Ah, pues gracias por preocuparse por mi. Ya he visto el letrero. La verdad es que tenía la intención de pararme un par de kilómetros pasado el pueblo para pasear un poco por el campo…
—Pues esa ya es una actitud sospechosa. No irá a robar nada, ¿eh? Sin ir más lejos, el otro día robaron 280 cerezos de un campo cercano.
—No sabía que por aquí hubieran cerezos…
—Los había, ahora ya no los hay —me aclaró el policía, entristecido.
—Pues le aseguro que yo no fui. No me gustan las cerezas, pero es que si fuera a robar algo tampoco se lo diría, ¿no cree?
—Ya, reconozco que es una buena observación, pero no se pase conmigo que fui el primero de mi promoción, ¿eh?
—Tranquilo, no es esa mi intención. Y, ¿cuántos eran?
—¿Los cerezos? Ya se lo he dicho…
—No, los de su promoción.
—Pues, el hecho es que no recuerdo, pero bastantes y muy bien dispuestos.
—¿Dispuestos a qué?
El servidor de la ley, dudó un instante.
—Pues supongo que a todo…
—¡Ah!
—Bien, no se dónde estábamos ya. Y además, soy yo el que pregunta, ¡demonios! Utiliza un lenguaje extraño y me despista. Y eso, luego ya miraré el código penal, a buen seguro que debe ser un delito o, al menos, una falta grave hacia la autoridad.
—¡Caramba! Como se están poniendo las cosas. Le aseguro que no es esa mi intención.
—Continuemos. Así que a pasear por el campo, ¿eh? Últimamente ha habido ciertos robos por aquí, como ya le he dicho, y hay que andarse con cuidado. Y además, hoy no es el mejor dia para pasear por el campo. Su presunta coartada es difícil de creer, ¿no?
—Tal vez, pero si se esfuerza un poco ya verá como se la cree, no es tan complicado y bueno, ¡deje de preocuparse tanto por mi! Llevo un buen impermeable por si llueve más fuerte.
—No lo digo por eso. ¿Es que no se ha enterado que hoy dan el partido del siglo, el clásico, por televisión? Debería estar en su casa delante del televisor.
—Ah, se trata de eso. Pues mire, es que yo odio el fútbol y…
—Lo ve, ya tengo otro problema con usted. Esta afirmación podría constituir un delito de odio…
—Caray, lo decía en sentido figurado. La expresión correcta es no “me gusta el fútbol” y, por si fuera poco, no tengo televisor, así que ya ve, lo tengo complicado.
—¡Dios mio! Usted acabará sus días entre rejas. Posible delito de odio y encima, por si fuera poco, no tiene televisión. Sepa que aún no es delito pero el proyecto de ley para que lo sea ya está en fase de discusión. ¿Se puede saber por qué?
Tenía que meditar bien mi respuesta. No había alternativa. Intenté ganar algo de tiempo.
—Ejem… ¿En fase de discusión? En dónde, ¿en el senado?
—Pues no sabría decirle, pero de fuentes generalmente bien informadas, puedo adelantarle que se publicará en breve.
—¿Podría traducirme “en breve”?
Me miró con cara de sorpresa, aunque a decir verdad hasta el momento solo me había mirado con esa expresión en la cara.
—Pues, ¡yo que se! —Y entonces utilizó una frase que debía haber leido por ahí. —¡Seguramente será antes de que termine la legislatura!
—Ah, tomaré nota. Pues la verdad es que no tengo televisión porque, aquí seguro que aunque sea por una vez me dará usted la razón, los programas más interesantes son todos de pago. Y con lo que uno gana, pues…
—¡Ajá! Pues no se me había ocurrido. Lo pensaré detenidamente. Pero ya está usted avisado, antes de que acabe la legislatura…
—Se lo agradezco de verás. Es usted un fenómeno. ¡Ojalá todos los policías fuesen como usted! Bueno, todos quizás no, solo algunos…
__¡Sigamos! ¿A qué se dedica?
—Pues a nada en concreto. Estoy jubilado.
—Bueno, pues antes de jubilarse, entonces.
—Escribía.
—Pues es otro punto en su contra, ¿no cree? Escritor es algo que ya no está muy bien visto hoy en día.
—Qué quiere que le haga. No sabía hacer otra cosa.
—Pues debería olvidar su antiguo oficio ya. Con la televisión y los ordenadores, los libros ya no sirven para nada.
—Vamos, agente, no sea así. Seguro que si lo lee uno le gustará. Tenga, le regalo uno que llevo aquí en el coche…
—No se pase conmigo, eh. Yo de leer, nada de nada. Ni leer, ni pensar. Hasta el código de circulación lo tengo grabado en audio por si lo necesito.
—Bien, yo se lo regalo de todos modos. Si no lo quiere leer, entonces quémelo. Seguro que le gustará hacerlo.
—¡Ah! Pues eso sí que lo probaré, seguro que es un placer. Muchas gracias.
—De nada.
—Bien, ¡se acabó la charla! Voy a registrarle el coche. ¡Abra el maletero!
—Está abierto, puede ver el contenido cuando lo desee.
Abrió el maletero y volvió enseguida.
—Pues realmente no veo nada sospechoso…
—Es que no hay nada, ni sospechoso ni no sospechoso. Está vacío.
—Solo esta bolsa negra… Ajá, estas herramientas sí que son sospechosas. Podrían usarse para los más variados fines delictivos ¿Para qué las ha puesto ahí?
—Pues, si he de ser sincero, las puso hace un par de años el fabricante del coche. Son para utilizar en caso de avería, un pinchazo, ya sabe…
—Es verdad, sí, suelen hacerlo. Creo que el mío también tiene una parecida. Luego lo comprobaré. Es que siempre hemos de estar alerta. Los delincuentes se las saben todas…
—Y ustedes también, por lo que deduzco..
—Claro, claro, —dijo mientras pensaba si tomarlo como una halago o no.
—Bien, pues parece que todo está correcto. Así que ya puede continuar. Atraviese el pueblo, tome la calle de la Constitución y siga recto.
—Ah, creía que la calle de la Constitución ya no llevaba a ninguna parte.
—Claro que lleva a alguna parte. Además en el pueblo se sienten orgullos porque la hicieron entre todos. ¡Nunca deje de seguir la calle de la Constitución!…
—¿Qué es lo que hicieron entre todos, la calle o la Constitución?
—Otra vez jugando al despiste, ¿no?
—Disculpe, es que… me lo pone usted tan fácil que… lo tendré en cuenta, muchas gracias. Siempre he respetado la ley aunque a veces no hay quien la entienda.
—Ah, pero el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento. Y un consejo importante. Vigile su lenguaje.
—Lo haré, tenga usted cuidado.
—Y piense que, a pesar de algunas cosillas que debería usted corregir, me ha caído bien. Pero podría empapelarle, por lenguaje inadecuado con la autoridad, delito de odio, intento de despiste a la autoridad competente, actitud sospechosa en dia de lluvia… Ya ve usted, no nos acabaríamos el código penal.
—Pues muchas gracias. Si he de decirle la verdad nunca me había visto tan cerca de la cárcel. ¡Qué tenga usted un buen dia!
Arranqué con calma, más despacio de lo habitual. La saludé con la mano y entré en el pueblo dispuesto a acatar el paso por la calle de la Constitución. Unos kilómetros después aparqué el vehículo y entré por un camino estrecho entre campos de cultivos para pasear un poco.
No se cuánto tiempo estuve paseando. Tal vez fueron un par de horas, tal vez algo más. Volví a coger la carretera, di media vuelta, circulé de nuevo por la calle de la Constitución, aunque esta vez la recorrí en sentido contrario con la esperanza de que tal circunstancia no fuera delito y salí del pueblo. Al llegar a lo que antes había sido la entrada y que ahora era la salida el coche de policía volvió a darme el alto. Aparqué en el arcén, paré el motor y abrí la ventanilla.
—¿Todavía por aquí?, le dije
—Ah, es usted. Ya de regreso, veo. ¿Cómo le ha ido el paseo? Tendré que registrar el maletero. He de comprobar que no ha robado usted nada, sabe. No es nada personal.
—No se preocupe. ¿Sabe? Hubo un tiempo que, cuando era pequeño, yo también quise ser policía, mas o menos, como usted.
—¿Otra vez con el lenguaje susceptible de interpretaciones inadecuadas?
—Disculpe, creo que antes ya ha quedado claro que mi ánimo no es el de molestarle.
—Bien, bien. Parece que todo está correcto. Ah, por cierto, una cosa más antes de que arranque, es posible que de aquí tres o cuatro días reciba usted una llamada de la central operativa de la capital. Le harán una encuesta para valorar la atención y el trato recibido. Espero que sea usted consecuente, ¿eh?
—Quédese usted tranquilo. Le pondré la mejor nota posible. Además la herida que tengo en la pierna me la he hecho yo solo cuando me he caído al volver.
—Es que están a punto de ascenderme y, sabe, todo cuenta.
—Que bonito, ¡Un ascenso! ¿Y cambiará usted de trabajo?
—Mucho, mucho. Bien, en realidad quizás no tanto. Me enviarán a una de esas rotondas modernas. Pero habrá más tráfico, estaré más ocupado y tendré un compañero.
—¡Un compañero¡ ¡eso es fantástico! Pues, de verdad que me alegro. Por cierto, ¿cómo ha acabado el clásico?
—¡No me ofenda usted! Como quiera que lo sepa. Cuando estamos de servicio, nada de diversión. Piense que el trabajo es duro.
—Cierto otra vez. ¿A cuántos coche ha parado hoy?
—Pues a decir verdad, solo a usted… Pero, créame que me ha dado más trabajo que si fueran cien.
—Eso si que lo entiendo, sí. Hasta la vista. Esperaré la llamada de la Central con impaciencia. Será la primera vez que colaboro en el ascenso de un policía. Me hace mucha ilusión. Mire, mire, creo que por ahí le llega otro cliente. ¡Trátelo bien, piense en su ascenso!
Esta vez arranqué mucho más deprisa, pero no se dio cuenta. Ya le estaba indicando a aquella pobre chica del Mercedes que parara en el arcén, mientras debía seguir pensado en la nueva rotonda que le iban a asignar tras el ascenso.
Cogí la carretera de regreso conduciendo mucho más despacio de lo habitual. No quería un nuevo encuentro, del tipo que fuera, con otro policía deseoso de ascender.
Justo cuando estaba en el portal de casa me llamaron al móvil. Eran de la policía. Querían saber mi opinión sobre el trato recibido hoy. La policía debía estar más ansiosa por el ascenso de su celoso agente de lo que yo creía, pues no habían transcurrido ni tres cuartos de hora desde mi encuentro. Le pregunté a la voz que me hablaba si se trataba de un robot y me aclaró que no. Pero inmediatamente caí en la cuenta de que si fuera un robot tampoco me lo hubiera dicho. Le dije que es que no me apetecía nunca hablar con robots. Tal vez en unos años. Lo entendió pues a ella, se trataba de una mujer policía, le ocurría lo mismo. Le pregunté que de dónde me llamaba porque notaba en su voz un acento algo extraño. Me dijo que de un pueblecito de México y me explicó las ventajas del teletrabajo. Un poco sorprendido le contesté unas cuantas preguntas sobre el agente. Antes de explicarle a la voz mi experiencia me pareció bien preguntarle, por si acaso, si existía, o tal vez estaba en trámite en el senado, un delito de exceso de halagos. Me dijo la voz que no le constaba que existiera nada parecido, de modo que mi informe fue del todo halagüeño. Quizás me serviría de algo algún día. Antes de colgar la teletrabajadora mexicana me comunicó que, en un plazo de un par de días, recibiría otra llamada para preguntarme si estaba contento con la atención que ella me acabada de ofrecer.
Suspiré profundamente, colgué y me fui directo a la cama.